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1000 Oldies

miércoles, 8 de abril de 2009

Abrazando la realidad / Aomori Matsumoto Barbosa


Estaba recostada mirando al cielo, como esperando una respuesta divina. La noche era de un negro intenso, pero la luna cual niño pequeño, se asomaba por los rincones dejando expuesta la belleza de su cara. Y qué decir de los diamantes que adornaban aquella noche de campamento con gran esmero y elegancia.

Es inexplicable la sensación del aire limpio y puro visitando cada parte de mi cuerpo, quisiera que este momento nunca pasara. Mi cuerpo no experimenta ni frío ni calor. El silencio sólo era interrumpido por la suave corriente del río que tenía a mi costado.

Cerré los ojos, y me quedé así por un tiempo, de la nada una brisa húmeda, que terminó convirtiéndose en lluvia, comenzó a deslizarse por la envoltura de mi alma.

Exaltada por la sensación de ardor y comezón que las gotas dejaban a su paso, abrí los ojos, de inmediato reconocí los árboles y el paisaje de mi alrededor, seguía en el mismo bosque, pero estaba sucio y descuidado, por un momento dudé que hubiese sido el lugar en el cual yo había jurado ver la hermosura de la naturaleza; mi cabeza tuvo un extraño freno y me percaté que ya no me encontraba recostada, por el contrario, me encontraba de pie e inmovilizada, no me podía mover traté de hablar, pero fue inútil, la desesperación y el miedo me carcomían el alma.

Quise gritar pero los sonidos parecían no salir de mi boca, por largo tiempo no supe si estaba dormida o despierta, me pasaba el tiempo tratando de tejer los miles de hilos en mi cabeza. ¿Acaso mis amigos del campamento me habían olvidado? ¿Qué me sucedía, por qué no me podía mover? Todas estas preguntas me agobiaban agolpadas sin encontrar respuesta alguna.

Pero un día en el que el sol brillaba más que los otros, mi silencio fue interrumpido por el sonido de voces agitadas y gritonas que parecían acercarse cada vez más a mí.

No supe cómo reaccionar cuando estuvieron lo bastante cerca; traté de comunicarme con ellos pero parecían no oír nada de lo que yo clamaba, me frustró la idea de resignarme a no ser escuchada, así que comencé a observar lo que hacían. Se acomodaron justo enfrente de mí, como si supieran que había una vida ahí.

Era un grupo como de quince niños, y cinco personas adultas que cuidaban de ellos. Llevaban canastos repletos de comida, por cierto me ha parecido que en el tiempo que he estado aquí no he probado un bocado, y se disponían a hacer una fogata. Pero bueno, al menos no estaba sola.

Un niño como de cincuenta kilos se acercó demasiado, ¿Y saben por qué sé cuánto pesa? Porque el muy desconsiderado ¡¡Trepó por una de mis ramas!!
Sí, leyeron bien: una de mis ramas, Ahí me di cuenta de que era un enorme árbol de encino, [no te preocupes, yo también pensé lo mismo: es una locura, pero te acostumbraras]. El caso es que este pequeño y robusto niño trepó a mí y como una de mis ramas era muy delgada la trozó, en ese momento sentí el dolor más grande que hubiera tenido en mi larga vida de quince años. Sentí como que diez años de mi vida se escapaban por esa herida.

Terminaron sus almuerzos y dejaron toda su basura alrededor mío, hicieron como si hubieran apagado la fogata y dejaron los restos a uno de mis costados. Después de un rato no tenía uno, sino doce niños trepándome por todos lados y me arrancaban las hojas, el dolor era muy similar a cuando me quitaban un cabello, pero multiplicado por todas las hojas que me quitaban para jugar; se volvió un martirio, ya no sabía si prefería mejor la soledad.

El sol empezó a bajar su intensidad, y con él las energías de los niños, y sentí cómo iban bajando uno por uno de mi cuerpo; sentí un gran alivio.

Antes de irse una pequeña de las que había trepado a mis ramas, se separó del grupo un momento y vi como corrió hacia mí; Parecía veloz ya que sus trenzas hiladas con su pelo rubio volaban detrás de sus hombros; cerré los ojos como esperando un golpe, pero cuando llegó a mí se paro y me contemplo por unos cuantos segundos, la acción siguiente me conmovió hasta las lagrimas, me abrazó tanto como sus menudos brazos lo permitieron, dejándome sentir la calidez de su cuerpo y como si supiera que podía oírla, me dijo:
“Gracias por uno de los momentos más felices de mi vida”, y recordé la felicidad y el alivio que yo había sentido aquella última noche como persona en el campamento, y como la niña me abracé al recuerdo de lo que un día ese campo había significado para mí.

No lograba entender cómo habíamos llegado al punto de destruir aquel lugar que era un santuario de la naturaleza.

Una ardilla que merodeaba entorno a mí se acercó para comer algunas de las sobras de la comida de los niños, pero se quedó atorada en una de las latas que habían dejado tiradas. Me entristeció ver como la vida, destruía vida.

Con el paso de los días mi cuerpo se fue debilitando y mis hojas ya no eran frescas, lucían arrugadas y manchadas; mis raíces separadas de la tierra, estaba muriendo… y junto a mí los demás árboles, el aire ya no era fresco, y el agua del río no era cristalina.

Cuando pensé que no podría haber nada peor, un estruendoso ruido hizo temblar el piso, eran unas máquinas enormes y amarillas que empezaron a quitar todo lo que se encontraba a su paso incluyendo a los árboles como yo, me sentía impotente al ver como esa fuente de vida se estaba agotando, en el nombre de un supuesto progreso.

La gran máquina amarilla estaba a unos cuantos metros de mí, sentí miedo. Cerré los ojos y cuando tocó mis raíces, un grito emergió de mi garganta, rasgando todo alrededor suyo, como un tigre que cae en una trampa, tanta brusquedad me obligó a abrir los ojos -ya pasó, ya pasó- me decía Laura, una amiga -te quedaste dormida afuera, entra a la casa la temperatura está descendiendo- la miré con desconcierto y asombro, así que nada había pasado, mi vida como árbol nunca había sido…

Me levanté y sonreí pero al tiempo se me quitó la sonrisa, aquello que había soñado no había tocado el campo donde me encontraba, pero muchos otros pasaban por esa situación.

Las lágrimas saltaron de mis ojos abruptamente. Corrí al árbol más cercano y me aferré a él con fuerza y llorando le dije que no permitiría que sufriera lo que yo, como árbol, sufrí.

Todo fue un sueño, un sueño muy real que me golpeó con la verdad sobre lo que algunos lugares sufren, yo amaba el campo y el sentir perderlo de esa manera fue la más cruel experiencia que la vida me había dado…

Cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia es, sencillamente, una advertencia…

Este texto obtuvo mención honorífica en el Concurso Estatal de Cuento Juvenil, convocado en Tamaulipas en el 2008 por el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes,