Ambigüedades
construyen a la vida. Semeja a un rompecabezas infinito; no hay límites, no
existen las tinieblas ni la luz. El universo es la yuxtaposición del todo sobre
la nada. Formamos parte del experimento de física cuántica más grande; somos
superposiciones. Por la biología, sacos de tejidos y líquidos con un milagro
bioquímico. Por la filosofía, cajas de dudas. Por la razón, objetos que piensan
y viven. El camino para describirnos es intrincado; más bien, nulo. El espejo
sólo refleja fotones, difusiones de luz y perspectivas.
Los
dilemas del humano nacieron cuando se dio cuenta de su existencia; cuando abrió
los ojos y notó que había diferencias. La naturaleza trabajó como una orquesta
y la tez como una dicotomía. Nos dividimos en puros y en bastardos. Entonces,
el poder llegó. Nubló la mente de cualquiera quien se acercaba. Con ello,
surgieron religiones, reinos y rebeldes. Se volvió un periodo sanguinario y
obsoleto. Resulta inconmensurable el número de guerras en el nombre de Dios.
Con la biblia en el bolsillo y la espada bien empuñada, todo hombre defendía lo
que ignoraba. Luchaban a ciegas con la supuesta bendición divina.
La
historia transcurrió (y se cambió) hasta nuestros días. Cada quien excusa sus
acciones porque el fin justifica los
medios. Pero, ¿qué justifica al fin?
La
gran demanda de habilidades y conocimientos en la actualidad carece de un
sentido humano. Por todos lados, nos bombardean con la universidad, cursos,
clases extracurriculares, certificados y ansiedad. Nadie se cuestiona si somos
felices, ya que cada individuo debe de rascarse con sus propias uñas. De ser
necesario, desgarrar al otro. Es el periodo de la computerización de la raza
humana.
La
vida ya no se rige por la moral, sino por la algoritmia cínica. Si no sirve un
proceso, se le salta. Si no hay forma de realizar algo, se debe de hacer a
cualquier costo; porque si no, el fracaso será tu aliado.
Por
eso es imposible pensar que la vida es sencilla. Representa las contradicciones
más fundamentales: la mentira honesta, la filantropía ambiciosa, la felicidad
comprada. Incluso, en Ciudad Victoria, la frescura calurosa.
Tengo
dudas y no respuestas. Soy el ser de mi todo y la nada de mi titiritero. Porto
una máscara para protegerme, como cualquier habitante mundano. Funjo como la
máquina manipuladora, el hijo bueno y el típico adolescente. Sigo unas modas,
mas a otras las ignoro. Me considero como palabras y tinta; agua corriente y
fuego. Viajo con equipaje; no tengo pertenencias. No soy de algún lugar.
Nacimos en el Big Bang. Nos formamos en las supernovas de hace miles de
millones de años. Nos transportamos en un asteroide en búsqueda de oxígeno. O,
tal vez, personificamos la misericordia de un ser superior. No lo sé.
Después, nos apiñamos alrededor del fuego con
un augurio esperanzado. Creamos símbolos y dejamos legados. Volteamos a ver al
Sol y reinaba la Luna. El tiempo se inventó. Nos vestimos como los emperadores
del reloj; éramos pequeños infinitos. Mientras tanto, la ciencia esperaba
impaciente para revelar pecados; el telón cayó.
De
repente, se rompieron nuestros pilares. Caímos de bruces; el panorama se tornó
negro. Aunque, entre tanta obscuridad, tintineaba una iridiscencia. Nos captó un sutil aroma a libertad. Nos
dimos cuenta que actuábamos a la casualidad hecha causalidad. Lo simple, se tergiversó.
Las dualidades murieron para dar paso a lo humano: el pensar. Ya no hay grande
ni pequeño; no existen los hombres ni las mujeres; desapareció lo antiguo y lo nuevo.
Quisimos explicar lo inefable. Seguimos donde comenzamos, el todo sobre la
nada: perspectivas.