Taller de lectura y redacción II
Énder Velarde
En kínder a mis compañeros y a mí nos dijeron que no matáramos a las hormigas que perseguíamos en los recreos.
Nosotros nos preguntamos porqué no habríamos de hacerlo.
Era una travesura cotidiana derramar jugo en los hormigueros, o jugar al gigante que los destruía, sobre todo cuando el calor era muy intenso.
Las hormigas aparecían enormes y las considerábamos como un rival digno de enfrentarse en batallas que no duraban mucho más que el recreo.
Por esos días, no nos percatábamos de sus dimensiones verdaderas. Tampoco nos importaban las familias de las hormigas sometidas a nuestro andar de gigantes.
La percepción de las cosas cambia con la edad.
No las perseguíamos, porque representaran peligro alguno, muchas de nuestras víctimas ni siquiera picaban; las perseguíamos sólo por jugar y porque eran pequeñas. Además no solían tener defensores o simpatizantes.
En aquellos días las maestras del kínder se veían altas y grandes, de tal forma que les calculábamos una edad mucho más avanzada que la que en verdad tenían.
En segundo semestre de preparatoria, nos encontramos con alguna de esas maestras y al saludarla no era tan alta ni contaba demasiados años. Uno en preparatoria se siente casi adulto y ya no recuerda a las que una vez lo cargaron, peinaron, vistieron o alimentaron.
Ella cambiaba mis pañales y tenía dieciocho años cuando era mi maestra.
¿En dónde quedó lo grande y lo pequeño?
El patio de la escuela en donde nacieron superhéroes y murieron algunas princesas era enorme.
El patio donde se contaron infinidad de cuentos imposibles en verdad cabía en pocos metros cuadrados, porque la verdad es que el patio no era muy grande, pero nosotros éramos más pequeños. No tanto como una hormiga, pero los mangos de la casa vecina también parecían inalcanzables.
Hablo del mismo patio donde corrimos como locos, porque nos faltaba poco para estarlo.
Hablo del patio donde cabían nuestros sueños y sobraba espacio para emprender algún viaje sideral y almacenar una que otra estrella detrás de la tiendita.
Hablo del patio donde cabían nuestros sueños y sobraba espacio para emprender algún viaje sideral y almacenar una que otra estrella detrás de la tiendita.
Nuestra percepción ha cambiado mucho desde el kínder. Me baso en ello para decir que lo grande es pequeño dependiendo del contexto en que se ubique.
También es subjetivo comparar al escritor popular y al escritor culto, o al buen y el mal actor. Cualquier acción del hombre es considerada pecado o milagro.
No digo que la comparación sea ineficiente. Gracias a ella podemos sentirnos grandes y fuertes, o muy humanos, o bonitos.
Lo malo se presenta cuando las personas son incapaces de entender el verdadero tamaño de la Tierra. Somos pequeños y no nos pertenece; nosotros deberíamos presentar humildad ante la Tierra, aunque a veces nos parezca sólo un montón de regalos que podemos gastar sin remordimientos.
Nos sentimos grandes, porque somos miles de millones de habitantes, pero no es un hecho merecedor de algún premio.
Recuerdo un corto pero acertado pensamiento que contó un compañero del curso que tomé de Preceptiva Literaria.
Barack Obama es el presidente de los Estados Unidos. En América, ¿quién es Barack Obama? En Europa, ¿quién es Barack Obama? En el mundo, ¿quién es quién? No puedo precisarlo.
¿Es siempre necesario comparar y establecer relaciones entre objetos, personas, países o planetas?
Pues sí. Comparar es un acto de motivación y de entendimiento. En teoría el dinero, el amor y el trabajo se comparan para que las personas no se queden atrás y quieran ganar más dinero, dar más amor o trabajar más. Sería bueno que fuera cierto y no se tratara de simple envidia, pero comparar también sirve para entender al mundo y a las personas.
Comparar es parte de nuestro instinto y parte del razonamiento deductivo que conduce a la investigación y al descubrimiento.
Es ciencia pura decir que algo grande necesita de algo chico para ser grande.
Me recuerda a un cuento infantil donde un lobo feroz (no hablo del de Caperucita roja), acecha a los animales del bosque. Se enfrenta a un conejo, y le dice, “Soy el más grande del bosque”. Después se topa con una perdiz, y le dice, “Soy el más grande del bosque”. Al último, aparece un animal verde de ojos saltones, parecido a una tortuga, y le repite el mensaje. El animalito le grita al lobo que irá por su mamá. El lobo ríe a carcajadas, y de pronto, ve una sombra inmensa, y siente la presencia de alguien a sus espaldas. Resulta que es la mamá dinosaurio del bebé dinosaurio.
Para darnos una idea del miedo que pudo haber sentido el lobo, la hoja del libro sólo mostraba las patas de la ofendida mamá dinosaurio, en cambio el lobo aparecía completo.
Cito un poema original de Giacomo Leopardi, versión de Carlos López S.
El infinito
Canto XII
Amé siempre esta colina,
y el cerco que me impide ver
más allá del horizonte.
Mirando a lo lejos los espacios ilimitados,
los sobrehumanos silencios y su profunda quietud,
me encuentro con mis pensamientos,
y mi corazón no se asusta.
Escucho los silbidos del viento sobre los campos,
y en medio del infinito silencio tanteo mi voz:
me subyuga lo eterno, las estaciones muertas,
la realidad presente y todos sus sonidos.
Así, a través de esta inmensidad se ahoga mi pensamiento:
y naufrago dulcemente en este mar.
El poema refiere cómo cada quien es infinito.
Son tantas cosas que pensamos, hacemos, escuchamos y vemos que llenaríamos millones de novelas, diccionarios y anecdotarios hasta con la simple existencia del humano más sencillo. Esto concuerda con lo dicho líneas atrás; lo grande puede ser pequeño y lo pequeño podría ser infinito.
Después de leer varios conceptos del infinito me propongo complementarlos con una definición propia:
El infinito es tanto que no puedo verlo.
El infinito es invisible a pesar de que nos rodea.
Es como el aire o las fantasías de un niño.
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