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lunes, 3 de septiembre de 2012

El quizás terrible futuro del arte / Gerardo Carmona Gómez

La última clase vimos una animación de buena calidad, sencilla, pero precisa en cuanto a movimiento. En ésta se presentaban máquinas de aspecto no muy complejo las cuales se encargaban de tocar un instrumento musical. Para mi sorpresa, las notas escuchadas coincidían con aquello tocado por los caricaturescos personajes de la animación, es decir, si el robo-baterista golpeaba el cencerro, sonaba el cencerro, si los guitarristas de la animación tocaban un acorde mayor, el sonido “producido” (“producido” pues más bien es el acoplado a la animación), era el de un acorde mayor; para mi gusto, esto cumplió con la función de ganarle puntos positivos a la animación. Las obras interpretas por los robots eran de la música New age, género fascinante para mí, además de coincidir muy bien con las imágenes presentadas; no logré identificar todas las piezas, pero un par de ellas me eran familiares. Eran adaptaciones de las obras a los instrumentos tocados por las máquinas.

Me recordó a hace un par de semanas, descargué un programa para creación de música, uno como cientos de programas existentes desde hace por lo menos media década. En éste, contaba con una selección de riffs y compases de los instrumentos comerciales, es decir, los comunes en la música producida por artistas asociados con disqueras (guitarra, batería, bajo, teclado). De esa amplia selección comencé a mezclar varios compases al azar, y pasados los diez minutos, ya había “compuesto” una pegajosa pieza de música pop de dos minutos de variedad, los cuales se podían extender hasta a cinco minutos en la duración total de la pieza, sin hartar al oyente. Sin pensarlo mucho ni haber leído instrucciones para el software, sin siquiera haber prestado atención a los tiempos ni a sentimientos para transmitir o generar, ya había generado una nueva pieza. Sencillo, rápido, gratuito y sin estudio alguno, tan sólo lo básico del manejo de una computadora.

Entonces, los ordenadores ya imitan con mucha precisión a los instrumentos musicales, una precisión jamás alcanzada por los costosos teclados/sintetizadores ex profeso a la imitación de instrumentos. Desde hace tiempo, con aquellos programas, cualquiera puede ser músico, tan fácil como componer una pieza en éstos y reescribirla con cambios mínimos (sólo para evadir derechos de autor con los programas), la obras de los artistas de ordenador musical tenderían a ser muy genéricas, limitadas a los riffs ofrecidos por los programas, o incluso al timbre de los instrumentos. Si tomamos una guitarra acústica y tocamos una misma cuerda al aire desde varios puntos diferentes, con y sin plumilla, con fuerza, con delicadeza, con uñas largas o con uñas cortas, nos encontraremos con una infinidad de timbres distintos para una misma nota, propiedad aun no ofrecida por los programas, o al menos presente de una manera muy limitada, siempre será la misma nota de entonación perfecta y duración manipulable.

Hace algunos años, se mostró el prototipo de un robot violinista. Al ser un robot sería un intérprete perfecto, tempo exacto, notas exactas, y, con más avances, velocidad y agilidad en los dedos. Un violinista disponible a cualquier hora, tocaría sin rezongar, siempre con la misma habilidad, siempre igual de bien, jamás se atrevería a improvisar.

Este tipo de robots ya existía, se popularizaron al final de la década de los ochenta, un grupo específico de guitarristas se volvió muy famoso por tocar a increíble velocidad y con excelente habilidad la guitarra eléctrica, y reproducir algunos movimientos de la música clásica de Bach y Paganini en sus guitarras. Son muy buenos guitarristas, pero quizás por su grupo de admiradores, se han cerrado a la guitarra eléctrica tocada como clásica. No saben cuántas veces he escuchado la segunda parte del quinto capricho de Paganini en este tipo de obras, o la introducción de Fugua de Tocata y Fugua en re menor de Bach. Si nos tomamos el tiempo de escuchar a estos guitarristas en vivo, pocas veces improvisan o se equivocan, son siempre las mismas notas, con diferencias apenas perceptibles, sin ser una orquesta interpretando una pieza clásica (aunque incluso éstas tienen variaciones ligeras entre orquesta y orquesta). Son notas cuya combinación y secuencia produce una gran emoción, suenan deliciosas juntas, sí, pero después de un tiempo, uno se percata de lo genérico de este tipo de piezas.

Llega el momento en el cual se programa a máquinas para crear obras a través de códigos aleatorios y algunos algoritmos de coherencia, se cierran a millones de sonidos diferentes preestablecidos y los unen más o menos de manera aleatoria. Quizás quedarían obras fantásticas, quizás quedarían obras muy malas, pero ¿lograrían transmitir algún sentimiento? Si lo lograran, ¿sería ese un paso a la inteligencia artificial? ¿Podría considerarse a eso arte? Si el arte es la manera de transmitir sentimientos, emociones y maneras de pensar distintas, y supone ser diferente por cada persona (si omitimos aquel cover del álbum de Pink Floyd por parte de Dream Theater), cuando sea fabricado por máquinas o por chips, ¿podrá ser realmente arte?

Y más allá de la producción de música, cuando comiencen a producir pinturas, libros, poemas, obras arquitectónicas, vendría la revolución artística industrial, imaginen a millones de humanos frustrados, su arte, su trabajo ya no sería apreciado, y el arte popular y no tendría la bella imperfección y autenticidad humana. Como la señora de las tortillas, pues desde hace décadas las máquinas producen tortillas, ya nadie le compra a ella, aunque sus tortillas sean de un sabor superior al de las tortillas de máquina. Pobre señora de las tortillas. Pobres artistas.

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